Mi nombre es Aaron Steinberg.
Soy de origen judío. Pero nunca le he dado importancia alguna ni a mi origen ni a la religión que me han intentado transmitir.
Me he dedicado mis últimos 19 años a detective privado. Investigar casos de sospechas de infidelidad, supuestas enfermedades y lesiones que incapacitan para el trabajo, localizar gente desaparecida, dilucidar posibles casos de espionaje industrial, impedirlo o cometerlo, según el caso y la voluntad de quien pague…
Mi realidad cotidiana hasta hace dos años.
Entonces recibí un encargo curioso. El más curioso que me han propuesto en mi vida.
Y bien pagado.
El Gran Consejo Nacional Judío me contactó. Era el cuarto detective privado que tentaban (según supe más tarde) y mis anteriores colegas habían rechazado el trabajo.
Yo no.
He de confesar que no estaba atravesando mi mejor momento. Una ruptura sentimental repentina marcaba mi presente.
Y la novedad me venía bien.
Lo extraño es lo que me encargaron: debía asesinar a un niño.
No sabían quién era, sólo me facilitaron una fecha de nacimiento, 20 de abril de 1889, hacía casi 9 años, y una matriz que combinaba horas y lugares posibles para el mismo.
Yo debía buscar a ese niño posible y liquidarlo.
— ¿Por qué?
— Nuestros astrólogos y kabalistas han predicho que ese niño va a exterminar al pueblo judío si no se lo impedimos.
— ¡Pero ni siquiera saben si existe!
— Existe y usted lo encontrará.
— ¿Y si encuentro varios “candidatos”?
— Nos dará cuenta de todos ellos. Ya le diremos.
— Pueden ser cientos.
— Nosotros somos millones. Y nos jugamos el futuro. —Tomó aire. Reflexionó. Espiró para retomar:— Usted, antes que nada, determinará cuántos existen. Nuestros expertos en kábalah determinarán cuál de ellos es.
Dos años de búsqueda y selección.
Al principio fue agradable, placentero: me alejaba de New York, de mi existencia habitual, de mis problemas, tanto emocionales como económicos. La buena vida.
Alemania (tierra de mis últimos antepasados), Austria, Suiza, Italia…
Hablaba fluidamente alemán (he de agradecer a mi abuela paterna su insistencia en ese sentido), me arreglaba en francés y hasta en italiano (mi abuelo materno también hizo su parte. con sus historias y canciones, contándome cómo había sido su infancia en la Toscana).
Pero, según di con mis 12 candidatos y el cerco se iba cerrando, una profunda desazón me fue carcomiendo.
Las dudas ganaron terreno.
Cometí el error.
Me impliqué emocionalmente.
Investigué a fondo a aquel chaval. Demasiado a fondo.
A su familia.
Sus circunstancias.
Se quiera o no, conocer es la base de amar. Al menos, de respetar, de comprender.
Y, el momento llegado, no pude.
Cuando arribé con mi Colt cargado, él a tiro, me los encontré en plena refriega familiar. Su rígido padre lo castigaba, otra vez más, de manera excesiva.
Saqué el arma. Apunté, decidido a cumplir mi misión.
Presto a salvar a millones de seres humanos, si todas las suposiciones y revelaciones estaban en lo cierto.
Adolf era un monstruo.
O lo iba a ser.
Es lo que yo había intentado creer, digerir, metabolizar, durante dos años.
No era más que un tiro. Certero. Yo era, soy, excelente tirador. El arma estaba más que probada.
El camino de huida listo.
Todo arreglado.
Él me miraba con una mezcla de súplica y de odio en los ojos, mientras su padre lo batía.
“¡Dispárale!”
“¡Dispárale ya!”
“¡Mátalo!”
“¡Cárgateló!”
Leía en su mirada.
Era evidente que Adolf malinterpretó mi gesto. Creyó que yo iba a liberarlo del ogro de su padre, Alois, el viejo tío de su madre.
Bajé el arma.
No fui capaz.
Mi nombre es Aaron Steinberg.
Soy de origen judío. Pero no fui capaz de matar al supuesto peor enemigo del pueblo judío.
Era solo un niño
maltratado.
Gerttz